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“No llores cuando el sol se oculte”

 

Desde que soy padre tengo muy claro que los niños nos dan lecciones magistrales. Pasar un día entero con ellos anotando sus frenéticos y arrítmicos movimientos corporales al caminar, sus capacidades de observación, ensoñación y admiración, sus variopintas maneras de interrelacionarse con las personas prácticamente tomando a las mismas por asalto, etc., etc. dan para replantearse muchos de los estilos, patrones y estereotipos sacrosantos que mantenemos los adultos, aunque solo sea en términos de productividad y felicidad.

 

Hace unas semanas una de mis hijas me aleccionó como solo ellas saben hacerlo: escociendo y anclando. Cuando llegué a casa a primera hora de la tarde después de un par de reuniones comprobé que Elvira, como acostumbra a hacer la niña cada día antes de ponerse a “hacer los deberes” – curiosa expresión -, se lo estaba pasando en grande jugando con sus muñecos de playmobil. Es verdad que no adoro las notas escolares porque por lo general reflejan un hecho puntual edulcorado de valoraciones esenciales como el esfuerzo, la superación, la compresión real y la proyección del conocimiento adquirido, etc. y porque me cautivó hace años por su coherencia el principio científico de metainducción pesimista, o lo que es lo mismo, en 20 años la ciencia se reinventa radicalmente, pero sí me molestó la actitud que estaba manteniendo la niña tras saber por boca de su madre que había obtenido una calificación pésima en matemáticas esa misma mañana. Me acerqué a mi hija y, llevado por uno de los sesgos que más critico en mis clases de creatividad como es el imperativo de lo que es normal, le dije: “no te veo muy triste tras la nota de esta mañana”. Su respuesta me cortó por la mitad de un solo tajo por su lógica irrefutable y aplastante: “ya me puse triste cuando me dieron la nota”. Me vino a la memoria el proverbio hindú “no llores cuando el sol se oculte porque tus lágrimas no te dejarán ver las estrellas” y me di cuenta lo tonto que soy, y lo verdaderamente inteligente y, por supuesto, vital que es mi hija. Siento mucho que no te valoren por estas y otras matriculas de honor que sacas a diario. Tal vez un día el sistema educativo cambie.

 

Rememoramos con demasiada frecuencia nuestros errores empresariales. Es verdad que para muchas personas suponen el inicio para estructurar un nuevo enfoque pero también es verdad que para muchas otras personas se convierte en una losa difícil de mover. Así en la empresa como en la vida. Marc Andreessen, en su línea iconoclasta que le caracteriza tiene una expresión llamativa: “cuando yo fundaba empresas, cuando empecé, no usábamos el término pivotar. No teníamos una palabra para eso. Lo llamábamos una cagada”. Y yo añadiría “y punto”, para subrayar que se acabó el mirar para atrás. Las lágrimas del error se han de secar justo a la altura de nuestras pestañas. La fase de aprendizaje por ese error ha de ser nítida, no viciada e ilusionante.

 

Tengo muy claro que la creatividad no es un proceso mental aislado como tampoco comer es la simple acción de tragar alimentos. El proceso en ambos casos va más allá de hacer danzar de manera original a las neuronas o de abrir repetitivamente la boca. En concreto la creatividad es un imán que atrae múltiples actitudes y habilidades de la persona. La capacidad de desligar los sentimientos del proceso de observación es probablemente uno de los recursos más fiables para identificar lo que nadie ve y facilitar la generación de un pensamiento único, es decir, ser creativos.