Nos encontramos justo debajo del marco de una puerta abierta a un futuro apasionante: “el internet de todas las cosas”. Steve Caes, fundador de América Online, estableció el 2016 como el año que abrió esta caja de pandora que reinterpretará el mundo tal y como lo conocemos para que ya jamás lo percibamos tal y como lo conocemos en estos momentos. Es decir, tenemos la suerte de estar en los mismos niveles de ignorancia y expectación que aquellos que convivieron con los orígenes de la rueda, la máquina de vapor o la luz artificial. Aunque seguramente nosotros deberíamos disfrutar de este período muchísimo más porque sabemos de lo que dan de sí este tipo de descubrimientos que las mata callando. En esencia las cosas que antes eran fruto de nuestra inteligencia a partir de ahora serán inteligentes por sí y a la vez desarrollarán su propia inteligencia, esperemos que siempre, con sus ojos clavados en una mayor calidad de vida para las personas, pese a la existencia de una amplia filmografía que lleva décadas poniéndonos en lo peor. Crucemos los dedos para que a los robots no les apasione perder el tiempo en Netflix porque por pistas…
Tengo el convencimiento de que el hombre, y por supuesto sus negocios, pueden situarse en un nivel diferenciador con relación a la inteligencia artificial y el valor productivo para la que ésta aportará una fuerza descomunal como auténtico buey que cargará con unos datos ingentes creciendo exponencialmente día tras día. Pienso que a estos humanoides usurpadores de la esencia del homo sapiens les resultará difícil comprender que existe una poderosa economía de la experiencia en donde – en palabras de B. Joseph Pine II y James H. Gilmore – “el trabajo es un teatro y cada negocio un escenario”. Les surgirá así un gran competidor por dominar la faz de los modelos de negocios: el homo experienciens. Allí en donde se alce un dato incontestable pequeñas experiencias basadas en la propia small data de la persona marcarán nuevas tendencias. Esas pequeñas gotas reproducen en esencia importantes plataformas para la diferenciación. No todo el mundo acude a un restaurante por el solo hecho de comer o tomar alimentos certificados como de calidad suprema, así como no todo el mundo se enamora como consecuencia de un algoritmo de afinidad que cae por tierra a la hora de fijar el noveno turno de guardia ante el insomnio de un hijo.
Por otro lado, nuestra especie está ligada sin desearlo lo más mínimo al aburrimiento porque genera en nosotros una importante atracción magnética interna reequilibrando nuestras inquietudes y generando otras, en muchos casos desconocidas. El aburrimiento tiene algo que hace que podamos adorar la sorpresa, ese sentimiento de pensar que todo, y a su vez nada ni nadie especialmente, se han confabulado para generar lo inesperado. Aun en el supuesto de que algorítmicamente nos entretuvieran permanentemente con las más impensables diversiones algo en nosotros, estoy convencido, se retorcería interiormente al saber que perdemos la riqueza esencial ligada a la sorpresa: el imprevisto. Ese zorrillo que cruza la calzada en mitad de la noche al que recordamos con más facilidad que la señal de modere la velocidad del kilometro anterior.
Ahora que acaba el año tal vez no esté de más pasar un rato aburriéndonos y, lejos del culto a la productividad absoluta, pensar que nos espera una sorpresa única que romperá nuestra rutina y en la que nada ni nadie, por mucho interés que manifieste en transformar una máquina predecible en un mercado de sensaciones únicas, ha tenido que ver.