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“Creativamente obsesionados con la utilidad y la sencillez”

Es un hecho incuestionable que hay dos funcionalidades de los productos y servicios que nos atrapan: la sencillez y la utilidad. Google y Apple, por citar solo dos ejemplos, ligan su genialidad a esas dos premisas. Los resultados de implementar ese binomio son, en términos de rentabilidad y de fidelización, asombrosos.

En una época de vértigo como la actual en donde se suceden infinidad de sensaciones a cada instante esta simbiosis permite anclar la solución en nuestro cerebro límbico y transformar la experiencia en hábito. Esa la razón última por lo que los dos modelos de negocio citados anteriormente hacen tanta mella en nosotros: activan hábitos de comportamiento. Conquistado un hábito por un producto o servicio alzamos inmediatamente la bandera blanca de la rendición.

Charles Mingus reconoce que precisamos de la creatividad para alcanzar la sencillez: “complicar lo sencillo lo puede hacer cualquiera; pero hacer que lo complicado sea sencillo, tremendamente sencillo, eso es creatividad”. La inmensa mayoría de los modelos de negocio que lideran diferentes industrias lo han logrado precisamente por incidir creativamente en alcanzar la sencillez y desde luego para nosotros ha de convertirse en una referencia que debe cuestionar nuestras iniciativas para no perder de vista la senda de la satisfacción que persiguen nuestros clientes. Pensemos por ejemplo en el engorroso trajín de revelar un carrete de fotos de hace tan solo unas décadas y su conversión actual a la hora de disponer de un aplicativo móvil para conservar una instantánea. O en la adquisición de un paquete vacacional acudiendo hace años a una agencia de viajes que ahora se resumen en un acertado cliqueo en un buscador de reservas hoteleras sin salir de casa.

La utilidad es un recurso que requiere de la creatividad para su adecuado enfoque. Basta recordar la historia de aquel gerente de una cadena hotelera americana que acude por segunda vez al mismo hotel en Shanghái en el transcurso de un año y que asombrado comprueba como a su llegada – sin haber anunciado su visita ni haber realizado el checking previamente – el recepcionista, al que no conocía de nada, le saluda con una gran sonrisa y un sentido “bienvenido de nuevo, señor”. Más asombrado se quedó cuando a su vuelta a Estados Unidos y decidido a implementar tan llamativo recibimiento en su cadena de alojamientos sus asesores le indicaron que aquella cálida acogida no se correspondía con un oculto arte adivinatorio oriental sino con un complejo sistema de cámaras ocultas que pixelaban el rostro a medida que el cliente avanzaba hacia el mostrador y que verificaban, o no, que ya había estado en aquel establecimiento. Por supuesto, una tecnología a un precio exorbitado y prohibitivo. Su tercer viaje a Shangái al mismo hotel meses después le hizo maravillarse del poder útil de la creatividad. Esta vez no era un joven recepcionista, sino una señorita envuelta en una gran sonrisa quién le saludo con un caluroso “bienvenido de nuevo, señor”. No se avistaba – porque no existían – ni una sola cámara en aquella recepción. Cómo entonces podían tener tal grado de acierto aquellos empleados. La respuesta – casi al estilo de una película de cine negro – estaba en el taxista que acompañaba al americano. Si dejaba la maleta en el lado derecho, estaba indicando que el pasajero ya había estado alojado en el hotel, si la colocaba en el lado izquierdo, mostraba que era la primera vez que visita el establecimiento. Como pago por emplear tan alta y disruptiva tecnología bastaba un dólar que hacía las delicias del conductor del taxi que también se alejaba con una gran sonrisa.

Al hilo de esta historia, no olvide tomar el taxi de la creatividad y, por más calles que el vehículo recorra, pídale al conductor que le deje en el cruce de las calles utilidad y sencillez. No olvide, tampoco, dejarle una buena propina. Sin ningún género de  dudas se la merece.