La sociedad tiene el deseo irrefrenable de levantar ídolos a los que adorar en el templo de la historia. Por muy laica que una sociedad pueda llegar a ser esa tendencia es y será innata. Tal vez se deba al interés de proyección de la vida que en términos temporales es caduca o al hecho de dejar constancia de nuestro paso por un mundo haciendo consciente o inconscientemente el bien. En este Olimpo la sociedad ha instaurado capillas a grandes ídolos y como en todo Olimpo que se precie cada una de ellos cumple una función especial para nosotros, los mortales, que tenemos a gala ser sus incondicionales adoradores: el sistema democrático, los derechos humanos – incluyendo la justicia, la libertad, la igualdad, etc. -, la economía de mercado, las naciones, la ciencia, el compromiso social, el ecologismo, etc., etc. La simple opción de invocar el nombre de la divinidad te permite acogerte a sagrado, hecho que por desgracia, protege a numerosos, incondicionales y voceros fieles de terribles fechorías.
Tengo la sensación de estar a las puertas de encumbrar un nuevo dios a este Olimpo, aunque por otro lado también tengo la sensación de que desde hace tiempo ya cuenta con una magnífica peana: la transparencia. La transparencia se ha vuelto una obsesión en boca de los partidos políticos, la propia ciudadanía, incluso empresas que ven en ella un interés directo en un mundo Big Data y los grandes horizontes que en múltiples planos, todos ellos sin espurios intereses, se alcanzarán de su mano. La transparencia presenta el alegato a su investidura divina de que todo ha de ser visible porque nada hay que esconder cuando afecta al bien común – ¿y qué no afecta al bien común? – ya que es propiedad de todos; individuos y empresas gestionan un común del que deben rendir cuentas.
La transparencia tiene para mí dos características que la hacen única. La primera de ellas es muy sencilla de presentar: o se es transparente o no se es, no hay matices, no se puede ser casi o medio transparente, en este caso estaremos hablando de otra cosa. La segunda, nunca mejor dicho, también es muy clara: la transparencia absoluta y el haz de información que exhala, como la noche totalmente cerrada, es totalmente cegadora. Antes de comenzar el desfile de beatos delante del trono y la consiguiente entonación de cantos que nos llegarán a todos para luego quedarse en oraciones diarias es muy importante tener en cuenta estos matices, tener muy claro a quien adoramos. Los contornos que separan lo íntimo de lo comunitario son muy finos y prácticamente se licúan, más aun cuando como ocurrió en épocas pretéritas en donde la «Razón» descartó a «dios» para el progreso, la intimidad será el precio a pagar en la siguiente estación del progreso como consecuencia de la entrada a saco de las nuevas tecnologías, un mundo globalizado y un arrebatador perfume que irradia de la transparencia.
Para evitar los riesgos que todos intuimos se generarán como consecuencia de las dos características innatas señaladas nos cabe una opción: para encumbrar la transparencia hemos de crear un querubín regulador de la intensidad de la misma, que decida qué pasa por el filtro de la transparencia o qué no, aunque me temo que esta opción es terriblemente peligrosa para los intereses individuales y generales dado que los ángeles no solo tienen alas, tienen más necesidades.
En cualquier caso, por si pudiera servir de consejo dado el avanzado estado de integración de la misma, hay que intentar situar a la transparencia a bastantes metros de la capilla de madera carcomida dedicada a la intimidad para que no haya miradas ni lanzamientos diarios de rayos electrizantes y envenenados por parte de ambas divinidades que provoquen tensión y el caos en el sosegado y tranquilo Olimpo de los dioses.