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“Homoderrotatus (o como concluir el año trágicamente esperanzados)”

Tal vez sea una imagen sensible y bucólica concluir el año visualizando la figura de un chimpancé al que vemos introducir una ramita en el agujero de un madero seco para acto seguido extraer el palito repleto de suculentas termitas que se lleva relamiéndose a la boca. ¡En cuántos reportajes de la cadena pública “la 2” hemos visto esta escena en horas en donde la comida empujaba a una serie casi ininterrumpida de cabezazos somnolientos! Este simple y llamativo gesto para nosotros nos hacía clavar toda nuestra atención en el televisor. Ese cúmulo de triviales acciones supone en nosotros un acto que refleja por un lado una conquista llamativa de una simpática especie y, por otro lado, con cierto grado de orgullo no confesable, la satisfacción de estar tan alejados en el proceso evolutivo de unos primos lejanos.

 

Desde hace tiempo pienso que a los seres humanos nos observan con la misma complacencia, ternura y arrogancia, y no se trata de OVNIS. Todo empezó con una mirada de soslayo al hombre en 1997 cuando Deep Blue derrotó a Gáry Kaspárov en una partida de ajedrez. A partir de esa fecha la inteligencia artificial ha ido derrotando al hombre exponencialmente en una cruenta y pertinaz batalla, cobrándose el más horrible de los tributos: la inteligencia que ha caracterizado durante miles y miles de años a nuestra especie deja de ser nuestro patrimonio más significativo. Congresos en este sentido celebrado en Naciones Unidas en este año que concluye (robots asesinos), el asistente personal de Google que en breve estará en el mercado o la I.A. aplicada a industrias concretas (como la de los recursos humanos ¡realmente curioso!) en perjuicio directo sobre la empleabilidad de las personas, demuestran que no hay viso alguno de que este escenario se trastoque. Estamos, según Steve Case, entrando de lleno en la tercera ola, la del Internet de Todas las Cosas, en donde todo lo inanimado pensará. ¿Qué significa todo esto (y más)? ¿El final de una especie? ¿El apocalipsis dosificado que ha puesto a cabalgar a un quinto jinete, si cabe más agresivo y sangriento que el resto?

 

Yo pienso que es una llamada de atención: se inicia un nuevo proceso evolutivo. Ha irrumpido un meteorito que viene para quedarse y no valdrá simplemente ponerse a cubierto. Con el tiempo no hemos conservado personal ni socialmente trauma alguno tras la decisión de dejar una sociedad teocrática para entrar bajo el amparo del dios razón. Ni sentimos un picor incómodo en nuestra piel al dejar de lado nuestra más absoluta privacidad para avanzar en este mundo que es el internet en donde a cuerpo desnudo hemos lanzado nuestras vidas lo queramos o – tristemente – no lo queramos al vacío. Es parte de la ofrenda que pagamos al futuro. El siguiente don que está humeando ante el altar del progreso es la inteligencia y todo lo que ella implica. Nos están obligando a mudar la piel, a deshacernos del digitus minimus pedis y no hay marcha atrás.

 

¿Seremos capaces de afrontar este nuevo reto? ¿Qué conlleva? Tal vez sea el momento de pensar que hemos dejado de ser la raza inteligente para alzarnos – no nos queda otro remedio – como la raza creativa. Tal vez haya llegado el momento de salir de una gruta en la que nos hemos ocultado – y la que ocultaba emociones, intuiciones, imaginación, analogías, juegos, observación, imágenes sensoriales, sinestesias,…  – para poblar la tierra creativamente y sin miedo. De ser inteligentes a gestionar inteligencia. De comer bayas a comer suculentas costillas de mamut.