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El caballo Hans de Herr Wilhelm von Osten

En los umbrales del siglo XX, en 1904, en la antigua Prusia, un caballo de nueve años  llamado Hans, estaba rompiendo radicalmente algunos de los estereotipos más llamativos de un animal de su especie. Este cuadrúpedo que durante cuatro años había estado recibiendo clases de su dueño, el excéntrico profesor de instituto Herr Wilhelm von Osten, delante de una pizarra y utilizando diversos instrumentos de apoyo, había aprendido a responder a las preguntas de su maestro dando golpes en el suelo con su pezuña derecha. Logró identificar monedas de metales diversos – diferentes golpes identificaban las diferentes tipologías-, sombreros de colores, efectuar sumas y divisiones, entre otras habilidades aritméticas. Poco a poco el equino fue convirtiéndose en una estrella admirada tanto por parte de curiosos como por investigadores e incluso el propio káiser alemán.

 

Una comisión del Ministerio de Educación llegó a analizar detenidamente a Hans para concluir que no había truco alguno, sino que su pericia respondía al buen hacer de un profesor que se limitaba a aplicar los métodos excelsos del sistema educativo elemental prusiano. No obstante algunos dudaron de la conclusión un tanto sesgada de la comisión y se aventuraron en afirmar una reflexión no menos llamativa: el animal era capaz de leer el pensamiento.

 

También el psicólogo Oskar Pfungst puso sus ojos en el animal y durante un cierto tiempo lo estudió detenidamente. Su investigación igualmente le llevó a corroborar que no había truco alguno pero añadió alguna información más. Descubrió que el caballo ofrecía respuestas, incluso de personas diferentes a su propietario, siempre y cuando se dieran dos premisas. Por un lado, esas personas debían conocer a su vez la respuesta que solicitaban del caballo y, por otro lado, Hans debía de tener a esos entrevistadores dispuestos delante de sus ojos para poder responder con su herradura y sus geniales coces.

 

Tras algunos experimentos más el psicólogo acertó a dar con la clave. Lo curiosamente llamativo no estaba tanto en el caballo como en aquellos que le inquirían. Los gestos de aquellos que hacían las preguntas mandaban señales involuntarias al caballo que éste captaba a la perfección.  La expresión, por muy tenue que esta fuera, que se producía en el rostro de la persona al alcanzarse la respuesta correcta era suficiente para hacer parar a Hans de golpear el suelo. Aquellos individuos realizaban inconscientemente “movimientos musculares parecidos” sin darse cuenta de lo que hacían realmente, algo que no pasaba inadvertido para el caballo.

 

O-b-s-e-r-v-a-c-i-ó-n, sustrato de la creatividad.