Las organizaciones deben aprender a pensar en sí mismas no como productoras de bienes o prestadoras de servicios sino como compradoras de clientes: hacer las cosas de tal manera que los clientes quieran hacer negocios con nuestra empresa.
Este planteamiento refuerza el posicionamiento de las empresas por centralizar su estrategia global en torno a la figura del cliente pero desde un enfoque de soluciones totales que persiguen fidelizar permanentemente al cliente, estableciendo relaciones a largo plazo con él.
El argumento de compra de un cliente va más allá de adquirir bienes o servicios para alcanzar algo así como un estatus de satisfacción con la adquisición realizada. El cliente no quiere comprarnos nada, desea negociar ese grado de satisfacción. Desea saber qué nivel de esa experiencia va a adquirir con su dinero. Si está dispuesto a adquirir un alto nivel de satisfacción asumirá – como cualquier empresario- los riesgos de pagar más o de garantizar su fidelidad a un buen proveedor.
En este sentido el concepto de “compra de clientes” conlleva personalizar el grado de satisfacción de una manera excepcional y aquí entra de lleno la creatividad para determinar cómo alcanzar un nivel de satisfacción elevado. Consecuencia de lo cual hay que examinar las dimensiones concretas de nuestro producto o servicio en las que debe sobresalir la empresa para garantizar una respuesta única de nuestra propuesta de valor y, con este reclamo, salir a la búsqueda del cliente apropiado.
En este sentido olvidemos categorizar a los clientes por zona geográfica, edad, estilo de vida… y comenzar a segmentarlos por las posibilidades de adquirirlos desde la satisfacción que generamos: demos vida propia a nuestros productos y servicios. Este nuevo enfoque, a la par que genera mayores índices de atracción, va a generar un mayor compromiso con un elemento esencial: la calidad.